Guerrero:
un
estado
violento
(Primera
parte)*
Centro
de
Derechos
Humanos
de
La
Montaña
Tlachinollan
En
la
última
década
del
siglo
XX y
en
lo
que
va
de
esta
nueva
centuria,
el
estado
de
Guerrero
sigue
apareciendo
a
nivel
nacional
como
uno
de
los
escenarios
privilegiados
de
la
violencia.
De
acuerdo
a la
información
del
INEGI,
entre
los
años
1990
y
1998
la
tasa
media
de
homicidios
por
cada
cien
mil
habitantes
fue
del
49.4.
Las
muertes
por
agresión
se
encuentran
entre
las
primeras
causas
de
muerte
en
el
estado.
Los
municipios
de
Atoyac
de
Alvarez,
Coyuca
de
Catalán,
Ayutla,
Teloloapan,
Tlapa,
Copanatoyac,
Zapotitlán
Tablas
y
Tecpan
de
Galeana
cuentan
con
los
índices
de
denuncias
por
homicidio
más
altos.
Se
trata
de
municipios
eminentemente
rurales
donde
ha
aflorado
la
violencia
a
causa
de
la
militarización,
el
narcotráfico,
y
los
conflictos
políticos,
agrarios
y
forestales.
El
24
de
noviembre
de
1998,
el
entonces
procurador
de
Justicia
del
estado,
Servando
Alanís,
declaró
sin
desparpajo
que
“en
los
32
meses
que
Guerrero
ha
sido
gobernado
por
el
licenciado
Ángel
Aguirre
Rivero,
han
muerto
de
manera
violenta
cuatro
guerrerenses
al día
promedio,
llegando
a un
saldo
de
unos
4
mil
asesinatos
en
la
presente
administración”.
Un
informe
reciente
de
la
misma
Procuraduría
revela
que
en
el
primer
trienio
del
gobierno
de
René
Juárez
Cisneros
se
han
cometido
3
mil
179
homicidios
con
armas
de
fuego,
armas
blancas
y
con
otro
tipo
de
objetos.
Solamente
en
el
2002
se
registraron
mil
35
homicidios
dolosos,
siendo
Acapulco
el
que
ocupa
el
primer
lugar
en
índices
delictivos.
El
segundo
lugar
lo
tiene
el
distrito
de
Bravo
que
comprende
los
municipios
de
la
región
Centro,
como
Chilpancingo,
Tlacotepec,
Chichihualco,
Zumpango
de
Neri,
Mochitlán,
Quechultenango
y
Tixtla.
A
modo
de
recapitulación,
la
Procuraduría
informa
que
en
los
tres
primeros
años
de
la
presente
administración
se
han
cometido
101
homicidios
por
mes,
es
decir,
cuatro
homicidios
por
día.
Junto
a
estas
estadísticas
de
la
violencia
institucionalizada,
tenemos
las
estadísticas
de
la
violencia
estructural:
Coicoyán
de
las
Flores,
Oaxaca,
que
se
encuentra
en
el
corazón
de
las
tres
mixtecas
y
que
colinda
con
nuestra
Montaña,
es
el
municipio
más
pobre
del
país;
Metlatónoc
ocupa
el
segundo
lugar;
y
los
municipios
de
Acatepec,
Zapotitlán
Tablas,
Tlacoapa,
Alcozauca,
Copanatoyac,
Xalpatláhuac,
Malinaltepec
y
Atlamajalcingo
del
Monte
se
ubican
dentro
de
los
100
municipios
más
pobres
a
nivel
nacional
y
dentro
de
los
30
municipios
del
estado
catalogados
como
de
muy
alta
marginalidad.
Es
una
región
donde
se
concentra
la
mayoría
de
la
población
indígena
de
la
entidad
que
asciende
a
424
mil
375
habitantes,
siendo
el
13.78%
de
la
población
total
del
estado.
La
geografía
de
la
pobreza
extrema
está
invadida
por
el cáncer
del
narcotráfico.
De
acuerdo
a
los
informes
de
la
Procuraduría
General
de
la
República
publicados,
desde
1996
la
región
de
La
Montaña
ha
ocupado
el
primer
lugar
en
producción
de
amapola.
En
ese
año
Guerrero
produjo
el
22.63%
de
la
producción
nacional
de
amapola
y
mariguana.
Desde
1978
aparece
registrado
este
problema
en
los
discursos
gubernamentales.
En
su
tercer
informe
de
gobierno,
Rubén
Figueroa
Figueroa
comenta
que
“la
27ª
y la
35ª
zonas
militares
han
continuado
su
labor
de
campaña
contra
el
tráfico
de
drogas,
la
portación
de
armas
prohibidas,
el
abigeo
y
otros
actos
delictivos
contra
los
cuales
es
requerida
constantemente
su
colaboración”.
La
grave
crisis
del
campo
ha
tenido
repercusiones
sociales
muy
importantes.
Entre
1990
y
1999
la
población
económicamente
activa
agrícola
ha
bajado
de
36%
del
total
a
27.4%.
Este
desplazamiento
de
mano
de
obra
ha
tenido
como
destino
la
economía
informal
en
las
ciudades
turísticas
como
Acapulco,
Zihuatanejo
y
Puerto
Vallarta;
las
cosechas
de
copra
y
café
en
la
Costa
Grande,
y
sobre
todo
la
emigración
temporal
hacia
los
campos
de
Morelos,
Sinaloa,
Jalisco,
Chihuahua,
Baja
California
Norte,
o
directamente
a
las
ciudades
de
Nueva
York
y
Los
Angeles
en
Estados
Unidos.
En
este
contexto,
el
cultivo
de
ilícitos
aparece
como
una
opción
económica
que
pone
en
alto
riesgo
la
vida
y la
tranquilidad
de
los
indígenas
y
campesinos.
El
narcotráfico,
junto
con
las
remesas
que
regularmente
llegan
de
los
jóvenes
migrantes
de
Estados
Unidos,
se
ha
transformado
en
el
principal
soporte
económico
que
amortigua
la
grave
crisis
del
campo
guerrerense.
La
violencia
y el
discurso
gubernamental
A
pesar
del
alto
grado
de
conflictividad
en
el
estado,
su
impacto
a
nivel
nacional
es
proporcionalmente
mucho
menor
a
las
consecuencias
devastadoras
que
en términos
de
saldos
humanos
genera.
Ni
antes
ni
ahora,
el
conflicto
político-militar
en
Guerrero
ha
adquirido
el
nivel
político
que
logró
el
conflicto
chiapaneco.
Se
hace
patente
que
ni
la
magnitud
ni
la
intensidad
de
la
violencia,
que
son
factores
de
inestabilidad,
forman
parte
de
los
indicadores
más
importantes
para
calibrar
la
crisis
de
un régimen.
Prevalece
más
bien
la máxima
caciquil
que
“en
Guerrero
no
pasa
nada”
y
sigue
predominando
la
explicación
mítica
de
la
“cultura
violenta”
del
guerrerense,
como
mecanismos
evasores
de
la
realidad
que
buscan
descontextualizar
las
causas
de
la
violencia
y
evadir
las
responsabilidades
históricas
de
quienes
han
hecho
del
estado
un
botín.
Una
de
las
características
principales
del
discurso
gubernamental
con
respecto
a la
violencia
política
es
que
ésta
se
constituye
como
una
realidad
negada.
Lo
que
dice
la
autoridad,
eso
es.
En
el
fondo
lo
que
se
busca
es
el
control
de
todas
las
estructuras
del
poder
político.
En
esta
lógica
uno
de
los
objetivos
del
discurso
gubernamental
es
criminalizar
la
política,
despersonalizar
a
los
sujetos
políticos
y
sociales
para
convertirlos
en
instrumento
de
hegemonía:
se
trata
de
estigmatizar
a
las
personas
que
cuestionan
la
realidad
oficial.
Actualmente
el
neoliberalismo
ha
sustituido
el
concepto
de
enemigo
o
adversario
político
por
el
de
transgresor,
delincuente
o
terrorista,
excluyendo
de
sus
consideraciones
toda
implicación
política
a
quienes
realizan
actividades
“ilegales”
dentro
del
estado.
La
reorganización
de
la
seguridad
pública
tiende
a
suprimir
del
vocabulario
(y
de
la
conciencia
misma)
toda
referencia
a la
existencia
de
alternativas
legítimas
a la
razón
de
Estado,
orientada
a la
conservación
del
orden.
Esta
deplorable
realidad
además
de
atentar
contra
los
derechos
humanos
de
los
mexicanos,
trastoca
los
principios
de
la
política
exterior
de
la
no
intervención
y de
la
libre
autodeterminación
de
los
pueblos,
que
son
los
que
le
dieron
identidad
y
fortaleza
a
nuestra
nación.
Ahora
presenciamos
el
derrumbe
de
estos
postulados
progresistas,
para
dar
paso
a la
recepción
de
ayuda
militar
norteamericana,
a
privilegiar
el
entrenamiento
y la
formación
militar
en
la
escuela
de
las
Américas,
en
Panamá,
Guatemala
e
Israel,
a
aceptar
el
financiamiento
del
gobierno
de
Estados
Unidos
para
combatir
el
narcotráfico
y a
firmar
tratados
comerciales
que
pone
en
bandeja
de
oro
toda
la
riqueza
de
los
mexicanos
al
gran
capital
trasnacional.
El
nuevo
“orden
democrático”
impone
la
creencia
de
que
es
al
Estado
a
quien
le
corresponde
el
monopolio
total
y
definitivo
del
uso
de
la
violencia.
Para
el
Estado
neoliberal
existe
una
plena
correspondencia
entre
el
Estado
y la
sociedad.
Esto
permite
trasladar
a la
oposición
político-militar
al
ámbito
de
la
delincuencia,
como
transgresora
de
la
ley.
Para
el
discurso
dominante
la
política
se
define
a
partir
de
la
legalidad
monopolizada
por
el
Estado,
y lo
que
no
es
legal
deja
de
ser
acto
político
y se
transforma
en
un
acto
criminal.
El
discurso
gubernamental
de
manera
recurrente
justifica
el
empleo
de
la
fuerza
para
restablecer
el
orden.
“Aplicaremos
todo
el
peso
de
la
ley
y
procederemos
conforme
lo
dicten
las
leyes”
son
expresiones
que
hablan
de
un
gobierno
obsesionado
en
castigar
el
incumplimiento
de
la
norma
legal.
Se
trata
de
un
discurso
con
una
fuerte
dosis
belicista,
ya
que
el
establecimiento
de
la
paz
depende
del
triunfo
militar
sobre
los
enemigos
del
orden.
De
esta
manera
se
elabora
discursivamente
el
principio
de
la
eficacia
del
recurso
de
la
violencia,
que
justifica
la
degradación
del
enemigo,
su
sometimiento,
su
detención
ilegal,
la
tortura,
el
asesinato
y
hasta
la
desaparición.
|La
lucha
contra
el
narcotráfico
se
ha
convertido
en
el
chivo
expiatorio
de
la
estrategia
de
la
política
exterior
estadounidense,
que
ha
sido
la
punta
de
lanza
para
influir
en
la
implementación
de
reformas
penales
más
duras,
que
restringen
las
libertades
fundamentales
al
interior
de
los
estados
nacionales.
La
ley
federal
contra
la
delincuencia
organizada,
aprobada
en
el
gobierno
de
Ernesto
Zedillo
el 7
de
noviembre
de
1996,
es
producto
de
este
nuevo
diseño
jurídico
y de
esta
tendencia
pacifista-belicista
de
confundir
el
orden
con
los
intereses
de
un régimen
o de
una
clase
social.
Esta
ley
secundaria
es
anticonstitucional
porque
pone
en
entredicho
las
garantías
individuales;
sin
embargo
para
la
Procuraduría
General
de
la
República,
resulta
ser
un
gran
avance
en
su
lucha
contra
el
crimen
organizado.
Esta
ley
en
su
artículo
dos
dice
que
“cuando
tres
o más
personas
acuerden
organizarse
o se
organicen
para
realizar,
en
forma
permanente
o
reiterada,
conductas
que
por
sí
o
unidas
a
otras,
tienen
como
fin
o
resultado
cometer
alguno
o
algunos
de
los
delitos
(como
terrorismo,
contra
la
salud,
falsificación
o
alteración
de
moneda,
operaciones
con
recursos
de
procedencia
ilícita,
acopio
y tráfico
de
armas,
tráfico
de
indocumentados,
tráfico
de
órganos,
asalto,
secuestro,
tráfico
de
menores
y
robo
de
vehículos),
serán
sancionados
por
ese
sólo
hecho
como
miembros
de
la
delincuencia
organizada”.
Se
busca
encuadrar
las
actividades
políticas
disidentes
a la
categoría
de
terrorismo,
catalogándolo
y
rebajándolo
a un
comportamiento
estrictamente
delincuencial.
A
nivel
federal
y
estatal
las
autoridades,
a
través
de
sus
diferentes
órganos
y
aparatos
de
seguridad
pública,
aumentan
su
cobertura
de
acción
legal
en
prejuicio
de
la
ciudadanía
con
la
justificación
de
la
lucha
contra
la
delincuencia.
Se
acota
el
espacio
de
la
política
al
terreno
de
lo
legal,
más
allá
del
cual
sólo
se
encuentra
el
espacio
de
la
transgresión
y la
delincuencia,
y se
le
concede
un
mayor
espacio
político
a
las
fuerzas
armadas.
En
el
programa
de
Desarrollo
del
Ejército
y la
Fuerza
Aérea
mexicana
se
observan
claramente
las
líneas
generales
sobre
la
restructuración
de
la
institución
castrense
iniciada
en
1995:
se
busca
“la
organización
de
las
fuerzas
armadas
en
pequeños
comandos
altamente
sofisticados,
con
gran
movilidad,
precisión
y
eficacia,
conformación
de
un
eficiente
sistema
de
inteligencia
militar,
establecimiento
de
las
bases
para
la
creación
de
un
órgano
unificado
que
coordine
las
acciones
de
la
fuerza
aérea,
la
marina
y el
Ejército;
realización
de
operaciones
conjuntas
con
la
armada
de México,
desarrollo
de
la
fuerza
aérea,
proveyéndola
de
nuevo
equipo;
adquisición
de
armamento
moderno;
revolución
tecnológica
e
informática
dentro
de
las
fuerzas
armadas;
creación
de
escuadrones
de
fuerzas
especiales
en
cada
región,
con
particular
énfasis
en
Chiapas
y
Guerrero,
dotados
de
equipo
y
armamento
sofisticados;
incorporación
de
civiles
en
la nómina
del
Ejército
y
redefinición
radical
del
concepto
de
seguridad
nacional”.
(Jesús
Nequis
citado
por
Larraitz,
2000).
A
todo
esto
hay
que
añadir
el
aumento
del
presupuesto
militar
y
del
personal,
redistribución
de
las
fuerzas
del
Ejército
sobre
el
terreno
y
asunción
de
funciones
de
carácter
policíaco.
Son
cambios
realizados
para
responder
a
dos
problemas
de
carácter
estratégico:
la
insurgencia
y el
narcotráfico.
*Tomado
del
noveno
informe
de
labores
del
Centro
de
Derechos
Humanos
de
La
Montaña
Tlachinollan,
titulado
La
Montaña
de
Guerrero:
entre
las
entrañas
de
la
impunidad
y el
olvido,
que
fue
presentado
el
14
de
junio,
en
Tlapa